Biblioteca Popular José A. Guisasola






Un hombre que ya no tenía nada que hacer, ni estaba casado, ni tenía hijos ni trabajo, pasaba el tiempo reflexionando sobre todo lo que sabía.

No estaba satisfecho con tener un nombre; también quería saber exactamente por qué y de dónde le venía. Por tanto, hojeó todo el día libros viejos hasta que encontró en ellos su nombre.

Después reunió todo lo que sabía, y sabía lo mismo que nosotros.

Sabía que hay que lavarse los dientes.

Sabía que los toros embisten contra trapos rojos y que en España hay toreros.

Sabía que la Luna da vueltas alrededor de la Tierra y que no tiene ninguna cara, pues no se trata de ojos ni de narices, sino de cráteres y montañas.

Sabía que hay instrumentos de viento, de cuerda y de percusión.

Sabía que hay que franquear las cartas, que hay que conducir por la derecha, que hay que cruzar por los pasos de cebra, que no hay que maltratar a los animales.

Sabía que para saludar se choca la mano y que durante el saludo hay que quitarse el sombrero.

Sabía que su sombrero estaba hecho de pelo y que este pelo era de camello, que hay camellos de una y de dos jorobas y que los de una joroba se llaman dromedarios y que hay camellos en el Sahara y en el Sahara hay arena.

Eso sabía.

Lo había leído, se lo habían contado, lo había visto en el cine. Sabía que en el Sahara hay arena. Cierto que aún no había estado allí, pero lo había leído, y también sabía que Colón descubrió América porque creía que la Tierra era redonda.

Que la Tierra era redonda, eso lo sabía.

Es una esfera, por tanto, y si se avanza en línea recta, se regresa de nuevo al lugar de donde se ha partido.

Pero no se ve que sea redonda, y por eso durante mucho tiempo la gente no quiso creerlo, pues a simple vista parece horizontal, o sube o baja, o tiene árboles plantados y casas edificadas y por ningún lugar se dobla como una esfera. Allí donde podría hacerlo, en el mar, este se termina sin más, acaba en una línea y no se ve cómo se doblan él y la tierra.

Parece como si el Sol se levantara del mar por la mañana y volviera a hundirse en el mar por la tarde.

Y, sin embargo, sabemos que no es así, pues el sol permanece fijo y sólo la Tierra, la Tierra redonda, gira una vez por día.

Eso lo sabemos todos, y nuestro hombre también lo sabía.

Sabía que cuando se avanza en línea recta sin cesar, después de días, semanas, meses y años, se regresa al mismo punto. Si él ahora se levantara de la mesa y se alejara, regresaría más tarde por el otro lado a la mesa.

Se sabe que eso es así.

—Sé —dijo el hombre— que si avanzo siempre en línea recta, regresaré a esta mesa.

—Sé eso —dijo—, pero no lo creo y, por tanto, debo probarlo.

—¡Avanzaré en línea recta! —gritó el hombre que ya no tenía nada que hacer, pues quien no tiene nada que hacer puede perfectamente avanzar en línea recta.

Sin embargo, las cosas más fáciles son las más difíciles.

Esto tal vez lo sabía el hombre, pero no hizo caso y se compró un globo. Tiró por encima de él una cuerda partiendo de un punto, lo rodeó y volvió al mismo punto.

Entonces se levantó de la mesa, salió de su casa, miró en la dirección por donde quería ir y vio otra casa.

Su camino pasaba exactamente por encima de esa casa y no debía rodearla, pues así podría perder el rumbo.

Por tanto, aún no podía comenzar el viaje.

Volvió a la mesa, cogió una hoja de papel y escribió: “Necesito una escalera grande”. Entonces pensó que detrás de la casa comenzaba el bosque y que algunos árboles se levantaban en medio de su camino y él debía escalarlos, por lo que escribió en su papel: “Necesito una cuerda, necesito crampones para los pies”.

Escalando, uno puede herirse.

“Necesito un botiquín”, escribió el hombre.

“Necesito un impermeable, botas de montañero y zapatos para caminar, calzado y ropa de invierno y ropa de verano. Necesito un carro para la escalera, la cuerda y los crampones; para el botiquín, las botas de montañero, los zapatos para caminar, la ropa de invierno y la ropa de verano”.

Ahora sí que tenía todo; aunque detrás del bosque había un río. Por él cruzaba un puente, pero no estaba en su camino.

“Necesito un barco”, escribió, “y necesito un carro para el barco y un segundo barco para los dos carros y un tercer carro para el segundo barco”.

Pero como el hombre no podía llevar más que un carro, también necesitaba dos hombres que llevaran los otros carros, y los dos hombres necesitaban también zapatos y ropa y un carro para eso y alguien que llevara el carro.

Y antes que nada, había que pasar los carros por encima de la casa; para eso se necesitaba una grúa y un hombre que manejara la grúa y un barco para la grúa y un carro para el barco y un hombre que tirara del carro para el barco de la grúa, y ese hombre necesitaba un carro para su ropa y alguien que llevara ese carro.

—Ya tenemos por fin todo —dijo el hombre—. Ahora puede comenzar el viaje —y se puso contento, porque ya no necesitaba ninguna escalera ni tampoco ninguna cuerda ni ningún crampón, pues tenía grúa.

Necesitaba muchas menos cosas: sólo un botiquín, un impermeable, botas de montañero, zapatos para caminar, calzado y ropa, un carro, un barco, un carro para el barco y un barco para los carros y un carro para el barco con los carros. Dos hombres y un carro para la ropa de los hombres y un hombre que llevara el carro, una grúa y un hombre para la grúa y un barco para la grúa y un carro para el barco y un hombre que llevara el carro para el barco de la grúa, y un carro para su ropa y un hombre que llevara el carro y que pudiera llevar su ropa en ese carro y también la ropa del conductor de la grúa; pues nuestro hombre quería llevar el menor número posible de carros.

Ahora necesitaba también una grúa con la que pudiera levantar la grúa sobre las casas, por tanto una grúa más grande, y además el conductor de la grúa y un barco para la grúa y un carro para el barco de la grúa, alguien que llevara el carro para el barco de la grúa, un carro para la ropa de quien llevara el carro para el barco de la grúa, alguien que llevara el carro para la ropa de quien llevara el carro para el barco de la grúa y que también pudiera poner su ropa y la ropa del conductor de la grúa en el carro para que no hicieran falta demasiados carros.

Así que sólo necesitaba dos grúas, ocho carros, cuatro barcos y nueve hombres. En el primer barco iría la grúa pequeña. En el segundo barco iría la grúa grande, en el tercer barco irían el primer y el segundo carros, en el cuarto barco irían el tercer y el cuarto carros. Por tanto, también necesitaba un barco para el quinto y el sexto carros y un barco para el séptimo y el octavo carros.

Y dos carros para esos barcos.

Y un barco para esos carros.

Y un carro para ese barco.

Y tres personas para llevar los carros.

Y un carro para la ropa de quienes llevaran los carros.

Y una persona que llevara el carro con la ropa.

Y entonces ese carro con la ropa podría cargarse en el barco en el que sólo habría un carro.

Al hombre no se le ocurrió que para la segunda grúa, la grande, necesitaba una tercera aún más grande, y para la tercera, una cuarta, y una quinta, y una sexta...

Pero sí pensó que detrás del río venían las montañas y que con los carros no se pueden atravesar montañas y con los barcos por supuesto que tampoco.

Pero habría que pasar las montañas con los barcos, porque detrás de las montañas venía un lago y necesitaba hombres que llevaran los barcos y barcos para que los hombres cruzaran el lago y hombres que llevaran esos barcos y carros para la ropa de los hombres y barcos para los carros de la ropa de los hombres.

Y ahora necesitaba una segunda hoja de papel.

En ella escribió cifras.

Un botiquín cuesta algo más de 7 francos; un impermeable, 52 francos; las botas de montañero, 74 francos; los zapatos de caminar cuestan 43 francos; el calzado cuesta dinero, y también la ropa.

Un carro cuesta más que todo eso junto, y un barco cuesta mucho, y una grúa cuesta más que una casa, y el barco para la grúa debe ser un barco grande, y los barcos grandes cuestan más que los pequeños, y un carro para un barco grande debe ser un carro gigantesco, y los carros gigantescos son muy caros. Y los hombres quieren ganar algo por su trabajo, y hay que buscarlos, y es difícil encontrarlos.

Todo eso puso muy triste al hombre, pues en ese tiempo había cumplido ochenta años de edad y debía darse prisa si quería estar de vuelta antes de morirse.

Así que no se compró más que una gran escalera, se la cargó al hombro y partió lentamente. Fue hasta la siguiente casa, apoyó la escalera, probó si era estable y subió por la escalera lentamente.

Sólo entonces tuve el presentimiento de que se había tomado en serio lo de su viaje y le llamé a gritos:

—¡Deténgase, vuelva, eso es descabellado! Pero él ya no me oía. Ya estaba sobre el tejado y tiraba de la escalera.

La arrastró con mucho trabajo y la dejó caer por la otra parte del tejado. Ni siquiera volvió la vista atrás cuando traspasó la cúspide del tejado y desapareció.

Nunca más he vuelto a verle. Eso ocurrió hace diez años, y entonces él tenía ochenta.

Ahora debe tener noventa años. Tal vez se haya dado cuenta y haya abandonado su viaje incluso antes de llegar a China. Tal vez haya muerto.

Pero de cuando en cuando paso por su casa y miro hacia el oeste, y me llevaría una alegría si un día apareciera desde el bosque, cansado y lento, pero sonriente, y viniera hacia mí y dijera:

—Ahora sí que creo que la Tierra es redonda.



FIN



Traducción: José A. Santiago Tagle. Madrid, SM, 1992

Visto y leído en: Colección PALABRA VIVA - Nº14, Enero 2003.
Del Departamento de Bibliotecas de la Universidad Nacional de Colombia. Sede Medellin.






Título: El hombre que ya no tenía nada que hacer.
(El título corresponde al primer cuento de los siete que componen este libro.)
Autor: Peter Bichsel / Ilustrador: Alfonso Ruano Martín
Editorial: SM Madrid, 1992 España. Edad recomendada: 15 años.
Narrativa: Fantasía. Contenido: Siete relatos cortos.
«El hombre que ya no tenía nada que hacer»; «Una mesa es una mesa»; «América no existe»; «El inventor»; «Un hombre con memoria»; «Saludos de Yodok» y «El hombre que ya no quería saber nada»

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